BIOGRAFÍA DE UNA MUJER COMO LAS DEMÁS
UNA MUJER COMO LAS DEMÁS
Una mujer de avanzada edad, de la que su marido decía que era dulce y hermosa, tuvo que decidir una mañana cualquiera que hacía con su vida. Tenía piernas breves y redondas, la mirada ingenua y unos labios delgados. Nunca, hasta ayer, se había planteado buscar sabe qué cosas en el cuerpo de un hombre.
Había tenido una educación alejada de manos audaces y herejes. Le habían enseñado, a través de historias y cuento, que el sexo que se le oponía era siempre un horror que solo pretendía palaparle de la cuenca del obligo para abajo.
Esto, a ella siempre le había generado muchas elucubraciones y fantasías cuando se topaba con algún varón con algún exceso. Por eso había optado por no mirar a ninguno y mantener siempre sus ojos bajos.
Así que pasó la juventud como a tientas, y un día, casi en volandas se encontró en el lecho de un señor que había hecho su marido y que le hizo asuntos que no le gustaron nada. Él tenía una boca desatada y siempre se las arreglaba para empezar, encontrar y terminar en un santiamén. Luego se daba la vuelta, roncaba, y ella permanecía inmóvil, rezando la lista piadosa que le había dicho el cura que sabía todo y más de estos costosos trámites necesarios para la descendencia.
Pasaron los días, los meses y los años, y la casa se llenó de gritos, tartas, obligaciones, mientras sus mejillas se volvieron cada vez más heladas. Su marido, que era un señor bastane mayor que ella, tenía menos necesidad de empezar, encontrar y terminar en un santiamén, y sus cuerpos se alejaron de tal manera que ella se olvidó que existían.
Aunque era terco, iracundo y egoísta, llegó a quererlo como a sus hijos, que eran seis. Cumplía con precisión todas sus obligaciones, planchaba camisas, daba brillo a la gran hilera de zapatos, preparaba desayunos y no se enfadaba nunca con su suegra y con sus cuñadas que, además de ser unas metomentodo, no podían soportar su silencio y sus ojos dulces.
"Las mosquitas muertas son las peores" había escuchado una tarde a su suegra mientras llevaba una taza de té a la cocina. "Y tu mujer es una de ellas. No la dejes muy suelta porque cualquier día, con esa mirada de cordero degollado, te crucifica a tí y a toda la parentela". Cuando lo escuchó no entendió bien lo que quería decir, sólo percibió por el tono y el énfasis que ponía, que su suegra no decía nada halagueño. Pero ella no hizo caso y entró en el cuarto de estar como si no fuera con ella. Siguió cuidando a su marido a su marido, a sus hijos de piel lustrosa y cocinando tartas para su suegra, sin permitirse un guiño a su existencia.
Ahora han pasado los años, y su familia, es decir, sus hijos, sus nueras y sus nietos han convertido a la familia en algo impensable. Son eso que se llama una familia moderna, en la que cada uno hace lo que le viene en gana y si alguien pone orden es alguien ajeno, es decir, el psiquiatra. Sus nueras trabajan y viajan, sus hijos vienen oliendo a perfumes desconocidos y sus nitos pasan los inviernos en Inglaterra cuando no se los endosan a ella en vacaciones y lo pasa fatal esperándoles en el silllón hasta las cinco o las siete de la mañana. Ella, que es como es, no ha perdido un
ápice de dulzura, pero de vez en cuando se siente un poco malhumorada
cuando sus postres se mueren de risa en la nevera a la hora de comer y
desaparaecen de madrugada.
Su marido, que ya no se entera de nada, sólo se mueve, come y duerme cuando lo decide. Le han dicho que tiene un mal que cada vez se volverá más niño, y eso a ella le parece imposible porque en el fondo siempre ha sido así. Pero los médicos sabrán. Por tanto, tomó conciencia que su marido estaba enfermo, y que nunca volvería ser el de antes.
La semana pasada, en una de esas visitas que hacía a la clínica para llevar los análisis y todos los asuntos periódicos de ese mal que volvía niño a su marido, un seño de sombrero gris y bastón con mango de plata la invitó a tomar un café. Aceptó de repente sin haber asentido por dentro. Y hablaron horas y horas y se olvidó de la tarta de chocolate, de dar brillo a la plata y de esperar a sus nietos en el sofá. Y una mañana cualquiera decidió lo que hacía con su vida y fue algo muy diferente a lo que todo el mundo esperaba de ella.
Sólo la comprendió la nieta, que también tenía los ojos dulces y las piernas breves y redondas. Se lo debión a Angeles Mastretta y a su "Mujeres de ojos grandes" (si os gusta la lectura tanto la autora como sus libros a mí me gustan mucho y por eso os lo recomiendo).
"Hay muchas maneras de dividir a los seres humanos. Yo los divido entre los que se arrugan para arriba y los que se arrugan para abajo, y quiero pertenecer a los primeros. Quiero que mi cara de vieja no sea triste, quiero tener las arrugas de la risa y llevármelas al otro mundo. Quién sabe lo que habrá que enfrentar allá".
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