COCO CHANEL, UNA DAMA INSUPERABLE
COCO CHANEL
Con ese gesto que acompaña a la mujer de triunfos sólidos, se paseó aquella mañana por las calles de Roma de brazo de Jean Cocteau. Parecía que no se daba cuenta de las miradas escrutadoras que sin recato alguno se posaban en sus diminutas piernas de andares nerviosos y danzarines. Sus ojos rectos sólo permitían un acercamiento tierno a la cortina aterciopelada de su flequillo negro, enfundado en un sombrero de ala blanca. Hasta sus manos habían renunciado esa mañana, al perenne cigarrillo con el que macaba las órdenes en su taller y aconsejaba a Romy Schneider, Katherine Hepburn, Jackie Kennedy, Lauran Bacall, Grace Kelli o Elizabeth Taylor. Esa
mañana sus manos se enfundaron en unos guantes de napa suave y
permanecieron en movimientos carismáticos, estáticos todo el recorrido.
Habían olvidado el estilo brusco que sirvió a la Coco pueblerina y provinciana para abrirse paso en un París mundano y cosmopolita. Pero todos aquellos comienzos duros, de amanecer con la aguja entre dedos incansables y de retar a sus ojos rojinegros y abultados a seguir cosiendo, quedaban ya muy atrás. Aquella mañana su buen amigo Cocteau la acompañaba a un tranquilo almuerzo con Jean Prouvost y Serge Lifar.
Impasible, miró a las cámaras que esperaban amontonadas a la puerta del restaurante, y esbozó una sonrisa. Una sonrisa silenciosa, sin accesorios. No necesitó nada más: cada instante de su vida ya había estado dedicada a grabar sus señas de identidad por dondequiera que pasase. Su marca, su estilo, su firma, no se olvidarían jamás.
Sabía lo que quería. Concedió muy pocas entrevistas, pero se reservaba la mejor publicidad que planeaba co exquisita perfección y cuidado, primero con Marie- Heléne Arnaud y luego con Lilou Marquand, las dos sombas fieles que acompañaron a mademoiselle hasta su muerte en 1971.
Posesiva con lo que creía suyo y ganado a pulso, tuvo una existencia sin horarios de sueño ni de comidas: "Mademoiselle est mieux qh'une grande dame, cést un monsieur" ("La señora es más que una gran dama, es un hombre", le leía con voz ronca y a carcajadas a Cecil Beaton. El artículo de Jean-Son, que otra mujer hubiera tomado como insulto, a ella le reportó el mayor placer de aquel día.
En un bolso, un foulard, una joya o en su olor se centraban al unísono sus armas, su energía. Y todo desde su pequeño teatro de la Rue Cambon. Sola, sin marido ni hijos, ni casi familia, mademoiselle lanzaba veredictos sobe las proporciones ideales, subía faldas y forzaba a las mujeres a enseñar las piernas. Mantenía su pesencia invisible en cada corte de atrevimiento, clásico, cada botón dorado, cada perla llena de rituales. Lo hizo sola, pero a veces cuando no podía más, se permitía quejarse a íntimos, como Marlene Dietrich, de la soledad inherente a la celebridad. Ahora bien, con todos los demás seguía en su quehacer, impertérrita, distante, gélida.
"La realidad no me hace soñar, y a mí me encanta soñar". Y también impresionar, distraer, dominar. Su autoridad tajante la hacía sentir en la piel de todos sus subordinados. Pero su mando era simple, contenido, como su mensaje:¡fuera flores chillonas, volantes vulgares, perifollos incómodos y abaran paso a la feminidad elegante, sin más¡
"En el amor, yo siempre he preferido el momento de la seducción" comentó en cierta ocasión a un grupo de amigos; pero fue en su factoría de la Rue Cambon, centro medular sobre el que siembre giró, donde concentró toda su sensualidad, intensamente femenina, que comunicó a miles de mujeres.
Si había algo que odiase, era la debilidad y la indecisión. Todo lo que fuera susceptible de inspirar compasión o paternalismos sensibleros era abiertamente despreciable para la Chanel fuerte, enérgica, lúcida y exigente. Ahora bien, siempre tuvo claro que el poder ea uno, y que no admitía particiones ni complicidades. Ni aún en los últimos años de su vida, cuando empezó a ser dominada por eñ insomnio, botes de vitaminas y una jeringuilla que le regalaba cierta calma cada noche pocas horas de inconsciencia. No delegó ni aún cuando ya proyectaba su entierro en Suiza.
Su fijación era la juventud y le costó, mejor dicho no aceptó envejecer. Se vestía igual y se maquillaba hasta las manos. Nada, ningún signo del paso del tiempo podía manchar su imagen, su maca, su perfume. No podía soportar tener que tomar medicamentos para sobrevivir, ver que sus manos se iban paralizando por la artritis.., y aunque sus ataqus de cólera se fueron aminorando en los últimos años, su capacidad de trabajo y creación se hizo cada vez más insuperable.
Lo sagrado se caracteriza por su ambivalencia y Coco Chanl fue una mujer ambigua en un tiempo ambiguo. Ambas coincidencias hicieron de ella una mujer sagrada y, por ello, insuperable
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